La felicidad es efímera y tiene cara de alfajor
Viernes Sudaca
Por @Laflacadelamor
No soy dulcera. O sea, si me das a elegir entre un asado de tira o matambrito tiernizado y un bote de helado de Aloisio, me quedo con la carne. Para ponerles un ejemplo de acá: si tengo que decidirme entre un frijol con puerco y un pastel de fudge, me quedo con el cerdo sagrado de cada lunes.
Pero bueno, la carne es débil y esta semana llegaron de Argentina 18 alfajores: seis de la marca Tofi, seis de Terrabusi y seis de Tita. El alfajor es un dulce argentino por excelencia que consiste simplemente en dos tapitas de masa dulce unidas con dulce de leche y bañadas en chocolate. Hay un sinfín de variedades de alfajores -todos distintos y deliciosamente apetecibles-, con la masa más blanda o más dura, con rellenos que pueden variar y con baños de chocolate de distintas calidades y texturas.
Para mí, un alfajor perfecto es aquel que tiene la masa dulce suave, una cantidad considerable de dulce de leche, un gustito borrachito (no tiene alcohol, pero no sé cómo explicarlo: “embriaga” las papilas gustativas), y un baño de chocolate sustancioso, y si es semiamargo, mejor.
Mi marca preferida de alfajor es Havanna, dulce oriundo de la costa argentina. También me gustan bañados en chocolate blanco , con gusto a nueces o con relleno de sabor a frutas. Esta marca hace también unos copitos de dulce de leche bañados en chocolate que son un crimen. Podría vender mi alma por ellos.
El tema es que una prima segunda de mi mamá que vive acá, viajó a Argentina, estuvo en Mercedes (la ciudad de donde soy oriunda y donde vive mi madre), ellas se cruzaron y se hizo la magia.
..Una magia bastante efímera, por cierto, porque los alfajores duraron lo que un pedo dentro de una canasta. Somos cuatro en la familia y eran sólo 18 alfajores, las cuentas no cuadraban y tuvimos que hacer sacrificios.
Al primero que mandamos al muere fue al #maridoyucateco y lo entendió bastante bien, hasta lo tomó con calma. “Es que nosotros (tus hijos y yo) añoramos mucho los dulces de allá, así que te vamos a dar uno para que comas y ya”, le dije, con cara de perro abandonado. Él sintió el exilio en las venas y dijo que sí, hasta con un poco de culpa por comerse uno, pero igual se lo tragó. Fue un Tofi (no es tonto para elegir, ni miró los Tita que, en la escala de preferidos, dejamos de última para comer).
Quedaron 17 entonces. Los tres primeros los comimos desesperados apenas abrimos el regalo. Los otros 14 los dividimos en desayunos y meriendas entre los hijos y yo. Los dos primeros los comí así de una, casi los tragué. Los que siguieron los partí en cuatro con un cuchillo para disfrutarlos más.
Como el #maridoyucateco se comió uno, el número que quedó (17) nos llevó a un rumbo incierto de decimales y yo me sacrifiqué como madre abnegada. Cuando quedaron dos, se los dejé a los chicos. Era la mañana de hace unos días.
Los desperté con el Nesquik tibio como cada día y les di sus Tita. Julia, de 13, se tomó la leche y comió el alfajor con una parsimonia que me provocó sentimientos encontrados. Recordé cuando comíamos dulces con mi hermana cuando éramos niñas y yo me terminaba los míos y ella tardaba mil horas en comerse los de ella. Mi hija abrió el envoltorio y paladeó cada bocado de alfajor con un disfrute que me daban ganas de zamarrearla. Nunca, nunca me preguntó: “Mami, ¿Querés un poquito?”.
Martín, el otro hijo, despertó y se tomó de un trago su Nesquik. Como le pasa siempre, se sintió lleno y no le dieron ganas de comerse su último alfajor. Entonces, en un acto de amor sin demasiado cerebro se acercó y me dijo: “Mami, te regalo mi alfajor”.
Me sentí en una encrucijada. Automáticamente lo quise comer y pensé en desgarrar el envoltorio y tragarlo de un solo bocado. Pero después sentí en cada partícula de mi ser su inocencia de ocho años y supe a ciencia cierta que se iba a arrepentir ¿Cuándo volvería a comer un alfajor, mi niño?
“No, mejor guardátelo para más tarde”, le respondí, esquivando la mirada del alfajor.
“Es que estoy lleno, no lo quiero”. Me dijo, y me puso la golosina en las manos.
La tomé, la apreté un poquito y lo miré a los ojos. “¿Estás seguro? Mirá que podés comerlo al rato”, le dije.
Y ahí se dio cuenta. Como que lo “avivé”. Y la inocencia de los ocho años se le fue al carajo.
“¿Lo puedo guardar en el refri y comerlo al rato, entonces?”
Siento que tardé horas en contestarle pero finalmente lo hice. Le di un beso en la frente y le contesté: “Claro que sí, corazón. Pero cuando lo comas me convidás un poquito ¿Dale?”. Me dijo que sí y guardó prolijamente el alfajor en el refri.
Está de más decirles que nunca me enteré cuando lo comió. En un acto de soledad placentera absoluta, el pequeño de ocho años fue hasta el refri, agarró el alfajor, se tiró en la hamaca y, mientras pateaba la pared, lo comió seguramente con un disfrute total. Nunca me convidó y sólo me enteré que se lo había devorado cuando encontré el envoltorio al costado de su hamaca. ¿Reclamarle? No puedo porque siento que no hubo dolo. Yo hubiera hecho lo mismo.
Ahora habrá que esperar para volver a comer alfajor. Si se enteran de algún lugar cercano que los vendan, me avisan. Y si conocen a alguien que viaje a Argentina, también. Por ahora todavía siento en el paladar el gustito borracho del chocolate amargo del Terrabusi, que con mate va como trompada.