Un pequeño paso, un gran salto
Columna por Paul Antoine Matos
En Estados Unidos el cielo está al revés. Las estrellas están en la Tierra, mientras que el firmamento está oscurecido por la luz. El avión sobrevuela el área metropolitana de Washington DC y, desde arriba, las ciudades que la conforman son galaxias y constelaciones en constante caos.
La constelación de Alexandria y la constelación de Arlington brillan con intensidad conforme el avión se acerca al Aeropuerto Internacional Ronald Reagan. Para buscar las estrellas tengo que mirar para abajo, hacia las calles iluminadas por los faroles y los automóviles que recorren las autopistas americanas.
El movimiento que siguen, combinado con el del avión, me da la sensación de que observo al Universo en cámara hiper-rápida. O, también, me parece un circuito de neuronas emitiendo electricidad al cerebro humano. Las extremidades de las ciudades forman laberintos con callejones sin salida, vialidades que se interconectan unas con otras, con las luces guiando a los circuitos nerviosos.
El cerebro y el Universo son uno mismo, una formación de millones de células agrupadas integralmente, en un espacio caótico, delirante e intenso, creando y extinguiendo seres y pensamientos. La única diferencia son las escalas.
Antes, sobrevolando la costa este de los Estados Unidos, el sol era una moneda pintada de rojo, escondiéndose e iluminando de naranja los Montes Apalaches.
La gente ha perdido esa sensación de asombro cuando vuela. Ya no ven por la ventana las geografías, los ríos, las islas y las montañas. Muchos están en la pantalla del asiento de enfrente de Delta Airlines, viendo una película o jugando un juego de mesa digital, otros duermen con sus audífonos puestos, unos más leen. Tan solo pensar que hace poco más de un siglo volar era un sueño imposible, o que hace 75 años un avión solo era accesible para unos cuantos privilegiados, como soldados, millonarios y aventureros. Ahora, en Estados Unidos, es fácil volar.
Hace 50 años la Humanidad pisaba la Luna, se asombraba ante el vasto infinito.
Por primera vez, el ser humano salía de este pequeño punto azul, como le llamó el astrónomo Carl Sagan, para mirarse como uno. En ese momento de 1969, el planeta Tierra, dividido entre comunistas y capitalistas, con el 68, los derechos civiles y Vietnam como telones de fondo, se unía para admirar la proeza más grande de la que hemos sido testigos hasta ahora.
Neil Armstrong dejaba el módulo lunar Eagle para pisar otro mundo, inhóspito y gris.
Un pequeño paso, un gran salto.
El Museo Smithsoniano del Aire y Espacio tiene una réplica del módulo lunar Eagle, aquel que alunizó hace 50 años. Es un escarabajo metálico con un fulgor estelar, plateado, negro y dorado. Tiene tres patas que se posan sobre el suelo. En una máquina-insecto, igual a ésta, Neil Armstrong y Buzz Aldrin descendieron lentamente a la Luna, mientras Michael Collins observaba en primera fila, desde el Apollo 11, sobrevolando a sus compañeros astronautas.
Millones en la Tierra observaban atentamente sus televisores en blanco y negro.
El museo recorre la historia de la Humanidad soñando con tener alas y poder volar, surcar los cielos y luego las estrellas.
Desde los Hermanos Wright probando su primer modelo de aeroplano hasta los trajes de la era espacial, pasando por The Spirit of St. Louis, el avión usado por el piloto Charles Lindbergh para el primer vuelo trasatlántico de la historia, todo el registro del aire y espacio está en este museo. También los orígenes de la navegación, cuando era por mares para descubrir nuevos mundos dentro de este, explorando otras civilizaciones.
Una caricatura del New York Times, del 13 de octubre, 1957, muestra al Tío Sam siendo levantado de su cama a medianoche, por un sonido potente del espacio exterior. En la ventana, el primer satélite en órbita, el Sputnik soviético, suena “BEEP! BEEP!”. En la inscripción del cartón se lee “¡despierto, por fin!”.
Fue cuando Estados Unidos se dio cuenta que perdía la carrera espacial frente a los soviéticos. El cosmonauta Yuri Gagarin se convirtió en el primer humano en el espacio, al circular la Tierra, entonces Estados Unidos quedaba aún más retrasado.
La carrera espacial inspiró a científicos rusos y estadunidenses y al presidente John F. Kennedy, quien el 12 de septiembre de 1962 dio uno de sus discursos más recordados.
—Nos encontramos en una era de cambios y retos –dijo el presidente de Estados Unidos en aquel discurso– en una década de esperanza y miedo, en una era de conocimiento e ignorancia, al mismo tiempo. Mientras mayor es nuestro conocimiento, mayor es nuestra ignorancia.
Las cosas no parecen haber cambiado mucho en medio siglo. Seguimos en una era de esperanza y miedo, de conocimiento e ignorancia, en un mundo que intenta cambiar, pero que se resiste a reconocer su diversidad.
—Hemos prometido que (la luna y los planetas más allá) no serán gobernados por una bandera hostil de conquista, sino por una de libertad y paz. Hemos prometido que no veremos al espacio repleto de armas de destrucción masiva, pero sí con instrumentos de conocimiento y entendimiento.
Kennedy, en ese discurso, lanzaba un doble mensaje: que Estados Unidos era una tierra de libertad y paz, distinto a lo que ofrecía la Unión Soviética, pero también proyectaba al espacio como un territorio libre de guerra, y cubierto por la ciencia en la búsqueda por mejorar a la Humanidad.
El museo Smithsoniano del Aire y Espacio recibe 8 millones de visitantes cada año, el equivalente a toda la población de Nueva York. La fascinación por el Universo persiste, a pesar de que hemos dejado de mirar al espacio.
En Austin, Texas, sería invitado a una cena con una familia. Kathi, una mujer demócrata, preocupada por el medio ambiente, y Mark, su esposo, quien también ha sido parte de la política comunitaria, nos recibirían a mí, una colega de Bolivia y a Charles, el guía del programa de periodismo Edward R. Murrow, del Departamento de Estado, del que somos parte.
Cuando Mark era niño, hoy ya ronda los 60 años, quedó maravillado cuando Neil Armstrong pisó la luna.
En una pared de su hogar tiene una placa conmemorativa del alunizaje (réplica de la colocada en la Luna) y también una fotografía que compró hace un par de años en una subasta. La placa la consiguió poco después de la llegada a la Luna, en una visita al Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Cabo Cañaveral, Florida.
El librero de Mark está lleno de libros sobre el espacio, como Endurance, del astronauta Scott Kelly, quien pasó todo un año en la Estación Espacial Internacional, mientras su hermano gemelo Mark se quedaba en la Tierra. Ambos son parte de un experimento científico para ver las diferencias entre estar en órbita o en el planeta.
Mark y Kathi son personas preocupadas por el medio ambiente y que actúan para mejorar el mundo. Toman agua de lluvia y conducen un auto híbrido, han sido parte de los consejos del agua rurales en Texas que vigilan la extracción del manto acuífero y su conservación.
Les encanta recibir a gente de todas partes del mundo. Tienen un almanaque con todos los países y cada vez que tienen invitados, por medio de los programas de intercambio, les invitan a plasmar su firma indicando de dónde son. México y Bolivia estaban, también China, y naciones de África, Europa, Oceanía.
Una de las paredes del baño de visitas está forrada por distintas portadas de National Geogrpahic. Toda su casa está adornada de una colección de recuerdos que los visitantes les regalan.
Ese momento en que Mark, un niño, miraba junto a millones de personas hacia la televisión y hacia el cielo, imaginando que las tres personas al otro lado, a 384 mil kilómetros, podían escucharlo, sentir su emoción palpitar, por lograr llevar al ser humano fuera de nuestro planeta, debió marcar su vida y la de toda una generación. En esa época nada parecía imposible.
“Llevamos a una persona al espacio”, repetían nuestros padres y abuelos, cuando durante milenios nadie se imaginaba que pisar otro planeta era factible, o siquiera tenían el concepto de un planeta distinto al nuestro. Ahora se había convertido en una realidad.
El mundo creció. Se logró el sueño de llegar a la Luna y parecía que el espacio exterior sería la última frontera a cruzar. En 1972, la NASA dejó de enviar astronautas al satélite terrestre y se enfocó en la órbita. La Carrera Espacial fue ganada por los Estados Unidos y la Unión Soviética se quedó en tierra.
—We shall return: with peace and hope for all Mankid. Godspeed the crew of Apollo 17 –dijo el comandante Eugene Cernan, las últimas palabras del ser humano en la Luna. La promesa de retorno, con paz y esperanza para toda la Humanidad.
Estados Unidos dominó el espacio, perdió dos tripulaciones en accidentes de transbordadores –el Challenger en los 80’s y el Columbia a principios del milenio–, y abandonó su asombro. Dejó de enviar naves al espacio y el Universo no era tan interesante, después de todo.
Se construyó la Estación Espacial Internacional, Rusia, Estados Unidos y la Unión Europea comenzaron a colaborar, se les sumó Japón, China y la India, y una serie de países menores alrededor del mundo.
El mundo dejó de creer en la ciencia. Regresaron los viejos espíritus del pasado, virales y mentirosos, que ponen el pie en cada pequeño paso que intentamos dar.
—Fue falso el alunizaje, Stanley Kubrick lo filmó en un estudio en el Área 51, donde tienen aliens escondidos. (Una frase tan contradictora: creer en seres extraterrestres y no en la llegada a la Luna)
—Los antibióticos no sirven, ni las vacunas, con eso controlan nuestra mente y nos dan autismo.
—Haré una transformación nacional y haré a este país grande de nuevo.
Dejar de soñar con volar, perder ese asombro de viajar en un avión o poder llegar a la Luna, de ir más allá de los límites conocidos, provocó que el oscurantismo se apropiase de vuelta de nuestros pensamientos. El cambio climático es real, la crisis global del medio ambiente es obvia, pero todavía hay gente, hasta gobernantes, que la niegan.
Compañías derraman ácidos en los mares del mundo, las selvas arden para ser deforestadas y construir más trenes y ciudades, el plástico se apodera de los océanos y cada vez el 2030 –año que las Naciones Unidas han advertido como límite para revertir una catástrofe global “irreversible”– está más cerca, pero las acciones se quedan en carpetas acumuladas en oficinas públicas y en los hogares de las personas que ya no usan popotes.
Personas como Mark y Kathi, inspiradas cuando niños por la proeza más grande del ser humano, son quienes mantienen esa mirada al cielo capaz de revertir la crisis ambiental, sus ojos se iluminan con la posibilidad de volar de nuevo entre planetas y volver a la Luna, llegar a Marte, ir más allá del Sistema Solar.
Viven con la mirada en el cielo, pero trabajan desde la Tierra (y desde la tierra) para conseguirlo. Para que nosotros, las generaciones más jóvenes y las que vendrán después de nosotros, lo vean posible.
Cuidan del agua, participan activamente en su comunidad, vigilan que las autoridades (de todos los niveles) cumplan con su mandato y eviten romper las leyes, comparten su mesa con personas de otras culturas y quieren aprender sobre ellas.
Ya no tendrían por qué ocuparse de esas cosas. Total, así piensan millones de personas en el mundo que rondan las seis décadas de vida: “es un problema para la siguiente generación, yo ya viví lo que debía vivir”. Mientras los jóvenes parecemos resignados en aceptar el fin del mundo.
Kathi y Mark no piensan así y creen en los datos y en la ciencia, y en las posibilidades de ilusionarse a través de ella.
Mi viaje comienza en Estados Unidos, símbolo del capitalismo, y terminará en Cuba, último símbolo en pie del comunismo.
Las diferencias de la Guerra Fría dividieron al planeta como nunca antes. En ninguna otra época de la modernidad el mundo estaba tan polarizado entre una ideología, una manera de vivir la vida y ser parte de un sistema.
O estabas a favor, o estabas en contra. El Tercer Mundo era la víctima de la lucha por el poder total del mundo: África, Asia y América Latina eran el próximo objetivo de Estados Unidos y la Unión Soviética.
Cuba, aunque comunista y con la Unión Soviética como aliado fundamental, lideró su propia lucha con los Países No Alineados, que conformaban a aquellas naciones que conservaban su posición neutral en el mundo dividido.
Durante mi viaje descubriría que el mundo es más complejo que la lucha entre dos poderes fácticos, la derecha y la izquierda, el capitalismo y comunismo. Como decía Kennedy, a mayor el conocimiento, mayor la ignorancia. Descubrí que es, a su vez, más simple: que, más allá, o a pesar, de sistemas políticos, la gente solo quiere ser feliz.
Ese 21 de julio de 1969, en ese momento, tan minúsculo en el tiempo del Universo, pero tan gigantesco en la Humanidad, todo el mundo se detuvo para volverse uno.
La perspectiva que debieron tener esos tres hombres sobre la Tierra era que el planeta no tenía fronteras, que países como Cuba y Estados Unidos no estaban tan lejos como lo querían sus políticos. Que entre México y Estados Unidos tampoco hay un muro, o que ni siquiera se nota la Muralla China desde el espacio. Esa noche el único planeta del que se conoce hay vida latía al unísono.
Miraban a una esfera de colores azul y blanco, con toques de verde, café y amarillo, girar en un inmenso infinito manto de oscuridad.
Hermoso y equilibrado el artículo felicidades…yo viví ese momento en la televisión blanco y negro, experimenté toda la “guerra fría” y en su momento tuve el valor de tomar el lado correcto. Occidente hasta hoy con todas sus deficiencias ( democracias libres ) ha sido y es lo mejor para la humanidad.
Excelente comentario, José Luis. Gracias por compartirlo con nosotros 😀