Relato de un organillero enamorado
¿Se puede una persona “enamorar” de un oficio? Ignacio Ruíz asegura que sí y cuando lo dice, le sale una sonrisa grandota que le achina los ojos, debajo de unas cejas gruesísimas.
Verlo en plena calle, a la vuelta del mercado Lucas de Gálvez, es como un desafío al tiempo. Porque en medio de celulares de alta gama y autos que ya funcionan con electricidad, Ignacio está ahí parado, uniformado con gorra en tonos cafés, dándole vueltas a una manivela que saca notas musicales.
Es que Ignacio es organillero y con su cilindro u organillo es como el flautista de Hamelin, que atrae con su música. Y la gente pasa, ajetreada, pero muchas personas se detienen unos segundos a dejarle unas monedas por sus melodías.
“Es la quinta o sexta vez que vengo a Mérida. Soy de CDMX, de donde es popular mi oficio de organillero, y hace 20 días que regresé a esta tierra de gente bonita”, me cuenta Ignacio, con ganas de platicar, mientras la música no deja de sonar.
Y aunque este oficio viene comúnmente de generación, este no fue el caso de Ignacio. “Hace 17 años un amigo me introdujo en este mundo del organillo y con el tiempo le fui agarrando mucho cariño y amor a este oficio, al grado de decirte que me he enamorado de él, me encanta mi trabajo”, me cuenta, un poco emocionado.
El joven organillero (tiene 37 años) comparte que puede vivir de la música que hace en las calles y que, en especial, las y los yucatecos son amables, respetuosos y muy generosos con el dinero que le dan por sus melodías. Y ahí lo dejo, mientras suenan “Las Mañanitas” entre las ocho melodías que trae el organillo y un señor se para a platicarle a Ignacio y a pedirle si tiene “Una de Pedro Infante”.- CGO.