Las mangas de los chalecos amarillos
Por Pablo Cicero
Alguien, alguna vez, sentenció: Nunca dudes de la valentía de los franceses: comen caracoles, ranas y quesos malolientes. En estos días puedo asegurar que sí, los franceses son valientes, por lo menos comparados con los mexicanos.
Durante años ya nos hemos quejado de las constantes alzas de la gasolina —gasolinazos, las bautizamos, hasta incluso normalizar la indignación. Nuestra oposición la manifestamos por medio de memes, ingeniosos y cómicos, y los medios dan puntual seguimiento a la escalada al cielo de los precios del combustible, asépticos y escépticos, como cuando reportan fenómenos metereológicos .
Los gasolinazos son ahora gasoligansos, al aceptar dócilmente su continuidad —perpetuidad—, luego que muchos ingenuos creyeran que con el ascenso a los cielos de Andrés Manuel López Obrador no sólo se frenaría el encarecimiento, sino que incluso bajaría el precio —fenómeno inversamente proporcional: López Obrador sube, las gasolinas, bajan. Este dogma de la nueva que fue dictado por una tal Yeidckol Polevnsky, nombre que, para ella, se escucha mejor que Citlali Ibáñez Camacho. Ya, como autoridades, reconocieron que esto es imposible, que los mexicanos tendremos que conformarnos con pagar más, y más, y más. ¿Y lo prometido? De nuevo, es deuda.
Lo mismo pasa con la luz. A pesar de organizar protestas, de decir abiertamente que se está hasta la madre de la Comisión Federal de Electricidad, la batalla sólo consistió en colgar mantas, organizar reuniones con autoridades salientes y entrantes y poner en manos de cabilderos tan importante tema; la oscuridad sigue reinando.
En Francia, en cambio, un movimiento sin líder ni ideología que protesta contra el precio del carburante y la pérdida de poder adquisitivo ha logrado poner al gobierno contra las cuerdas. Macron, que en su momento levantó suspiros de esperanza, tuvo que recular —recul, más francés— ante los chalecos amarillos —gilets jaunes.
Estos, desde la primera protesta del 17 de noviembre, han logrado lo que en un año y medio no habían conseguido ni la oposición política, ni los sindicatos. No sólo han obligado a dar marcha atrás al presidente que se había propuesto diferenciarse de sus volubles antecesores y mantener el rumbo de las reformas sin amedrentarse al mínimo estallido en la calle sino que ahora buscan que se ponga de nuevo en vigor el impuesto sobre las fortunas.
Desde la supresión de este impuesto, Macron carga con la etiqueta de “presidente de los ricos”. Fue su pecado original. Los gilets jaunes eran una Francia invisible hasta hace tres semanas. Coordinados por medio de las redes sociales y con el arma simbólica del vistoso chaleco fosforescente, ahora son omnipresentes. Nosotros, mientras tantos, seguiremos quejándonos y creyendo en las promesas. Francia, cuna del irreductible Astérix, nos enseña hoy que hay que arrebatar los derechos, nuestros derechos.