El “Lado B” de la maternidad
Viernes Sudaca
Por @laflacadelamor
Hoy Facebook me recordó la foto que ilustra esta columna. Fue tomada hace siete años en Buenos Aires y aparezco con Julia y Martín, de cinco y un año, respectivamente. La vi y se me llenó el corazón de agujeritos de nostalgia. Inmediatamente pensé: ¡Cómo nos divertíamos en esa época!
Pero en menos de un segundo me di cuenta que uno se clava mucho en que “Todo tiempo pasado fue mejor” y, aunque recuerdo esa época maternal como fabulosa, también tenía sus partes oscuras.
Dormía poco, poquísimo (Martín todavía tomaba la teta), llevaba a Julia al kínder, trabajaba a una hora de mi casa, regresaba y cuidaba a dos niños chiquitos. En medio de ese caos, trataba de escribir. Y saben que este es un oficio de introspección y soledad… Pero bueno, yo lo hacía con dos nenés que todo el tiempo me pedían cosas, se peleaban, tiraban todo, lloraban, reclamaban, etc. Para ese entonces sólo leía o escuchaba música en los viajes al trabajo, dejé de tener propiedad sobre la televisión, me pintaba el pelo rodeada de hijos y hasta me bañaba con la puerta abierta. No, definitivamente no todo era diversión.
Porque la maternidad no es color de rosa. Y porque, aunque sea políticamente incorrecto decirlo, la maternidad también harta. Lo que ocurre es que socialmente no estamos “habilitadas” a mencionarlo porque hay un mito creado alrededor del tema de “Ser madre” que todo lo envuelve con un halo sacro de ternura, amor, protección, moñitos y brillitos. Pero no. No es tan así… En lo absoluto. La maternidad no es blanco o negro, está llena de grises.
Amo a mis hijos, sin embargo también me permito decir que me hartan cuando piden o reclaman cosas como si una estuviera mirándolos o escuchándolos todo el tiempo, que me ignoren cuando les solicito algo, que pidan que les haga cosas que ellos pueden hacer solos, que me exijan que vaya a ver algo cuando estoy ocupada haciendo otra cosa, que hagan berrinches (que por cierto no se terminan con la edad, sino que mutan a otras formas y con otros motivos, porque hasta los adultos hacemos berrinches), que no ordenen después de desordenar (y conste que no soy fanática del orden), que digan que están aburridos… Y ahora no se me ocurre nada más.
Como les decía, amo a mis hijos pero también amo –y no me da vergüenza gritarlo a los cuatro vientos- que se terminen los fines de semana largos y las vacaciones, así ellos vuelven a sus rutinas escolares y yo vuelvo a estar un rato sola; amo que tengan amigos y se entretengan con ellos (acá necesitamos activar un poco más este punto), amo que no se enfermen, que coman toda la comida que les preparo sin decir ni mu, que tengan también ellos sus momentos de soledad e introspección mirando tele, jugando en la compu, con playmobil o legos, dibujando, escuchando música o mirando la nada.
Adoro estar lejos de ellos y extrañarlos. Y me encanta que a ellos les pase lo mismo: que si no me vieron en unas cuantas horas o en todo un día, se pongan felices como yo de estrecharnos en un abrazo. Aunque al rato nos peleemos por algo.
El otro día entrevisté a la psicóloga e investigadora Rocío Quintal, quien presentará un libro sobre las mujeres que deciden no ser madres y me contaba la cantidad de prejuicios a los que se exponen estas mujeres por pensar así. Rocío es una de ellas, a los 23 decidió que la maternidad no era lo suyo y así vive, feliz y sin hijos.
Cuando terminamos la plática, surgió el tema de cómo la sociedad nos etiqueta en que ser madre es bueno, lindo y sano. Y no serlo no lo es. “Cuidado que se te cierra la fábrica”, “Qué egoísta e inmadura eres por no querer hijos”, “¿Cuándo vas a sentar cabeza y te vas a embarazar?”, son los cuestionamientos a los que se enfrentan las mujeres que deciden no ser madres.
Y lo loco es que la decisión que toman no perjudica ni beneficia a nadie, sólo a ellas. El problema, creo que yo, es tener hijos por mandato social cuando una no quiere tenerlos, porque ahí sí los perjudicados son los y las que traemos al mundo.
En 2015 la socióloga israelí Orna Donath publicó el libro “Madres arrepentidas”, una investigación que contiene 23 entrevistas a madres que se identificaron como tales.
Donath comenzó este estudio porque se negaba la existencia de la maternidad arrepentida, y porque “se tildaba a las madres arrepentidas de mujeres egoístas, dementes y trastornadas y hasta de seres humanos inmorales. Con esta investigación, su objetivo fue quitarle esa “sacralidad” a la maternidad y hacer que se viera “como una relación humana más”.
Porque es eso realmente lo que generamos cuando traemos un hijo al mundo y siento que es hasta sano tenerlo en cuenta. Ya lo decía el poeta libanés Khalil Gibran: “Tus hijos no son tus hijos, sino hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través tuyo y aunque estén contigo, no te pertenecen”.
Traemos hijos al mundo para hacerlos personas de bien y para que se construyan como individuos distintos a nosotros para que, de adultos, hagan su propia vida y sean felices. Eso es lo que más anhelamos en la vida.
Ser madre atraviesa, transforma, revoluciona. Al principio es tan confuso todo en el cuerpo y en la mente que no se puede poner en palabras y todo pasa por el instinto. Luego va transformándose en sentimientos, letras que se juntan y se hacen oraciones para explicarnos y explicar qué se siente. Es fuerte, muy fuerte.
Por eso hay que querer con muchas ansias ser mamá y si se da, hay que aprender a entender que serlo, como una revolución, tiene sus lados buenos y malos y que si no estás sola en este rollo de la paternidad, la crianza “Juntos a la par” entre papá y mamá, hace todo más llevadero. Lo importante es vivirlo lo mejor posible, por una y por los hijos.