Relato de un año que nos movió todo
Sábado Sudaca
Por @LaFlacadelamor
Estaba en la peluquería, cayó la noticia en el celular y sentí como un balde de agua fría en las manos.
El secretario de Salud Mauricio Sauri Vivas informaba hace exactamente un año que Yucatán tenía el primer caso de covid-19 importado de Europa. Lo había traído una yucateca viajera de 57 años, que había estado en España y regresó a su tierra en un vuelo vía Cancún y por carretera a Mérida.
Ella era –teóricamente- nuestro primer caso de coronavirus. Meses después, varias personas me comentaron que sintieron la enfermedad con los mismos síntomas, malestares y miedos -cansancio, dolor de cabeza, problemas para respirar y demás- pocos meses antes del 13 de marzo de 2020 ¿Sería también covid-19? Probablemente.
Pero sin duda el 13 de marzo del año pasado fue nuestro parteaguas, el inicio de una vida nueva, de otra normalidad. Un día antes de mi cumpleaños -17 de marzo de 2020- ya estábamos recluidos en casa y los chicos no regresaban a clases presenciales. Soplé las velitas en confinamiento y cuando pedí para mí los tres deseos de mis nuevos años, jamás se me ocurrió un: “Que esto de la pandemia pase pronto”. No teníamos la más pálida idea de lo que vendría y de lo que hasta ahora vivimos.
Y se nos vino la noche, el encierro, llegaron el calor, los cubrebocas, el alcohol en gel, la sana distancia, los comercios cerrados, los saludos con el codito y los puños de las manos, la ausencia de abrazos, aprendimos a pararnos sobre cruces en el piso, nos volvimos paranoicos, obsesivos, desinfectados y empezamos a manejar distintos niveles de ansiedad ante la incertidumbre de todo: ¿Me puedo contagiar? ¿Qué va a pasar con la chamba? ¿Cómo le hago para llevar lana a casa ahorita que todo está cerrado? ¿Y si mi papá se contagia y se muere porque es obeso? ¿Y si mi hermana se contagia y se muere porque es diabética? ¿Cuándo termina todo esto?
En marzo pasado pensábamos que junio o julio de 2020 eran una eternidad inalcanzable… “¿Cuatro meses encerrados? No mames”, decíamos. Qué ilusos e idiotas que éramos… Y fue la peor época del covid en muchos lugares del país, incluido Yucatán. Y la gente se contagiaba y moría (todavía lo hace, no perdamos el piso con esto) y nos enterábamos de casos horribles como el fallecimiento por covid de un papá de 38 o una mamá de 44 que dejaban huérfanos a sus hijos. O peor aún, de la muerte de un bebé de un año y medio o de un adolescente de 14…. Y no hay palabra en estos casos para referirse a la orfandad materna o paterna porque es demasiado terrible para ponerle nombre.
Desde casa, aprendí a trabajar en pandemia. Y como periodista pude contar un montón de historias: uno de los primeros contagios de un papá y una mamá, cuidados por su hija de 20 y tantos, quien a su vez tuvo que cuidar a sus hermanitos para que no se contagiaran. Esta chava relataba en su historia el estigma que sufría de vecinos y conocidos porque los consideraban apestados.
Gracias a grandes trabajadores en el área de la salud como médicos, intensivistas, enfermeras y enfermeros, me metí desde mi casa en covidarios, pasillos de hospitales y guardias y aprendimos cómo se visten para trabajan, cómo hacen la chamba diaria, cómo viven y sobre todo cómo se sienten ante la pandemia.
Y llegamos a pensar que nos había tocado el peor castigo, cuando llegaron las tormentas tropicales y un huracán “¿Algo más, Dios mío?”, nos preguntamos creyentes y no creyentes. La pasamos más encerrados, más solos en compañía y muchos estuvieron realmente mal: con el agua adentro de sus casas, sus cosas perdidas, sus trabajos estropeados y la enfermedad rodeándolo todo, como un abrazo impuesto.
Vivir en confinamiento nos puso todo de cabeza. Porque si estás solo es un tema, pero si bajo un mismo techo tienen que vivir cuatro personas y un perro o un gato, las cosas se complican. Y los chicos encerrados hace un año, aprendiendo como pueden en las clases en línea, muchos en situación de vulnerabilidad emocional, sin poder pedir ayuda, desprotegidos e invisibilizados. Insisto, los menores de edad son los que más padecen la pandemia.
Recuerdo que hace un año en la peluquería, ya quería salir corriendo de lugar. Querían que terminaran de pasarme la planchita, sentía que la peluquera se me acercaba mucho, quería ver a mis hijos, abrazarlos, protegerme, publicar la nota de la contagiada, llamar a mi familia en Argentina y llorar un rato de incertidumbre, también.
No sé ahora qué hice cuando llegué a casa, no me acuerdo. Hoy estoy sentada escribiendo esto y siento que no soy la misma que hace un año. La pandemia me pasó por encima, no enfermé de covid-19 (o fui asintomática y nunca me enteré), pero siento que en cierta forma “me recuperé” de algo. Estoy cambiada, tengo 35 mil selfies con cubrebocas en mi celular y me siento un poquito más resiliente que hace un año.
La pandemia nos ayudó a visibilizar un chingo de cosas que, muchas veces, metíamos bajo la alfombra, como si fuera tierrita. Y el confinamiento nos puso contra las cuerdas para que le pongamos el pecho a miedos, inseguridades, situaciones, problemas y nos hizo enfrentar todo esto sin demasiadas alternativas. Ya no entraba más tierrita debajo de la alfombra. Y había que hacerse cargo.
No somos los mismos que hace un año atrás y seguimos con muchas incertidumbres, de eso no hay duda. Pero aunque sigamos inmersos en este agujero negro que aún no tiene salida inmediata, ya entendimos que no entendemos demasiado, que hay que cuidarse y esperar, tener paciencia. Y buscarle la vuelta cada uno por su lado para salir adelante. Porque para atrás nunca, ni para tomar distancia.
Gracias infinitas a todas y todos los que colaboraron en este año de pandemia para Sumario Yucatán con sus historias, información, enseñanzas, fuerzas, ánimos y ganas de ver el vaso medio lleno. Eso para mí no tiene precio.