VILA Y VILÁ
02/10/2018
Existen dos yucatanes. Uno el que se mira en Mérida todos los días y otro, el que cotidianamente se encuentra en el interior del Estado. Esto lo reconoció ayer Mauricio Vila Dosal, en el tuétano de un discurso de media hora. En materia de crecimiento económico las inversiones y los empleos se concentran en Mérida, en tanto el interior del Estado carece de estas oportunidades de desarrollo, comparó. En algunas zonas de Mérida como en casi todo el interior del Estado, sigue el flagelo de una sociedad con grandes desigualdades, con pobreza extrema, con falta de servicios adecuados de salud, con insuficientes oportunidades de acceso a la educación, con falta de productividad en el campo, entre otros rezagos.
Esos dos yucatanes se vieron los rostros, se miraron a los ojos; se comprendieron y, por un momento, se sintieron uno solo, un Yucatán. En medio, Vila, como los unos le dicen, o Vilá, como corean los otros. Y precisamente de esos van estas líneas. No los que se pasearon por el parqué del Peón Contreras, los atribulados por los reporteros, que anotaron en sus libretitas incluso las marcas de bolsos o destacaron en sus crónicas el eléctrico azul de la guayabera, estridente luminiscencia en un mar albo de lino y algodón. Cazadores de titulares sin huesos. Ellos, los de siempre, que protagonicen las crónicas que se repiten cada seis años.
Una torrencial lluvia cayó al mediodía mientras Vila pronunciaba su discurso. Muchos ahí, dentro, en platea, palco o gayola, pensaron que la fiesta se le aguaría al nuevo gobernador. No lo conocen. Ni a él ni a su suerte. Cuando él salió del teatro rumbo a palacio, ya había descampado; un día de luz lechosa, donde lo esperaban, con un mayor entusiasmo, esos que le llaman Vilá —la genética, la sangre maya que te arrastra a hablar con palabras agudas—, a los que recordó y reconoció en su discurso, los que votaron por él jugándose todo, el todo que representa un apoyo del gobierno; ellos, los que no creyeron en la amenaza del otro. Ellos, que sabían que la lluvia terminaría y acompañarían al nuevo morador del edificio de gobierno.
La lluvia regó las flores de los ternos, las que no alcanzaron la salvación del náilon, y dejó las calles relucientes, aún más que los desgastados pasillos del Peón Contreras. Hombres del campo, hombres del mar; mujeres artesanas, todos yucatecos, aún con la gorra de campaña, su pase, su salvoconducto, saludando a la persona que vieron una, dos veces en este semestre de adrenalina como si lo conocieran de toda la vida. Y él igual. La verdadera fiesta no se dio en el lugar cerrado sino en la inmensidad de la plaza. Ahí la esperanza se comió y mejoró la cosecha, llenó las redes de pescados y las ciudades de turistas. Vila no partió plaza… la unió.
El palacio de gobierno, por varias horas, se convirtió en la casa de todos, en la morada de esos dos yucatanes. Por muchos años, uno de ellos sólo estaba presente en la anécdota flagelante de los murales, escenario de selfis de los rubios. Ayer, no. Los descendientes de los protagonistas del pincel de Castro Pacheco se reflejaron ahí, y también se reconocieron. Vila, que momentos antes había arengado a la unión, considerando que sería absurdo que mujeres y hombres, partidos y grupos sembráramos barreras que ni la geografía quiso poner, adoptó también el Vilá con el que ya lo bautizó ese Yucatán que ahora le toca inspirar. Eso no lo olvidarán ellos, y serán ellos su conciencia.
María, de 62 años, no quiso perderse que un segundo panista se convirtiera gobernador; fue igual a la de Patricio. Mario votó por Vila y por López Obrador, ya está desencantado del ixlá peje pero aún confiado de que el gobernador yucateco lo hará bien. Jacinto, priista que incluso participó en la campaña de Sahuí, contento de ver a la gente contenta. Isabel, que sólo pasaba por ahí. Todos, embajadores de ese Yucatán en segunda velocidad, el que no presumen los gobiernos, el que pasa hambre. Todos, ayer por un instante, saciados.
Pablo Cicero Alonzo