Cosas de muertos
Cuestiones que aprendo de vivir en Yucatán:
✅ No hay que cenar fuerte de noche.
✅ Dormir con aire acondicionado hace que descanses mejor y dignifica el día que está por venir.
✅ El frijol con puerco preparado a la noche y para comer al mediodía siguiente, sabe más rico.
✅ No te pelees con el calor, siempre te llevará la delantera.
✅ En estas épocas evita lavar ropa por la tarde, caerá un aguacero seguro.
✅ La “heladez” (humedad vs. frío) sí existe en Yucatán.
✅ Di lo que piensas a la gente, pero sin demasiada honestidad brutal.
✅ No le temas a los muertos, en estas épocas vienen a visitarnos y quieren que los celebremos con amor y alegría.
Y me paro en el último punto aprendido: a la muerte acá no se le tiene miedo, señores. Forma parte de un ciclo que, sin vida, no existiría. Y como ciclo que es, la muerte regresa para renovarnos y enseñarnos que es tan parte nuestra como la vida misma. Nacemos, vivimos, morimos, volvemos, nos vamos y regresamos siempre. Y si tantos años de catolicismo trató de cambiar esta premisa, sirvió de poco y nada. El Janal Pixán sigue más vivo que nunca, aunque algunos escépticos digan lo contrario.
“Nos reímos de la muerte”, me dice Emilie, estudiante de Derecho de la Uady. Porque la risa hace que uno le pierda el miedo, agrega luego. Y para ella y sus amigas de la facu –que por cierto armaron un altar precioso en el Centro Cultural Universitario de la Uady- hay que estar contentos para esperar a las ánimas de los seres queridos que vienen a vernos, a convivir con nosotros en estos días. Y regresarán, claro, el año que viene… Porque, en realidad, siempre están con nosotros.
Aquí el cementerio tiene tumbas de colores, las gárgolas son amigables y las flores explotan de luz las casas de los muertos. Y se limpian, se pintan, se podan, se arreglan y no da miedo porque es un acto de fe y amor.
Vivir todo esto otro año con ustedes, está haciendo que mi cabeza cambie de a poco. Y hoy, especialmente, pienso mucho a un muerto querido de mi vida y cómo hubiese sido si él y yo hubiésemos vivido hace muchos años en Yucatán.
Mi Abuelo Carlos murió cuando yo tenía 8 años y lo quería un chingo, todos lo querían. Mi mamá y mi abuela –hija y esposa del difunto, respectivamente- estaban destrozadas porque fue una muerte repentina y no pudieron –o no quisieron- estar con mi hermana y conmigo en este proceso. Les dolía demasiado y la tristeza era inmensa. Así que nos dejaron en la casa de una familiar que nos dijo: “Miren al cielo ¿Ven esa estrella? Es el abuelo Carlos”. Así entendí la muerte a los 8 años.
Tampoco nos dejaron participar a mi hermana y a mí del velorio ni del entierro. Sólo nos pararon en la ventana de la casa de mi abuela paterna –por donde pasaba el cortejo fúnebre rumbo al cementerio- para “Verlo por última vez”. Lo que no entendieron es que “No lo vimos”, sólo visualizamos la cara desencajada de mi madre desde el primer auto negro, triste y feo. Me hubiese gustado abrazarla y que ella me abrace a mí, pero siempre no. Esa imagen me quedó de la muerte de mi abuelo Carlos.
…Además de miles de visitas al cementerio durante años cada domingo para llevarle flores. Ya les conté –creo- que mi hermana y yo jugábamos entre las tumbas y claro, nos retaban. Es un lugar tan solemne que a nadie le entraba en la cabeza que dos niñas se divirtieran ante tanta adversidad.
A los 13 años y luego de rogarles e implorarles que no me obligaran más a ir al cementerio, convencí a mi abuela y a mi madre y me libré de ese mandato-infierno. Ahora, de grande, trato de borrar de mi cabeza el cortejo fúnebre y de recordar al abuelo Carlos trayéndome galletitas anillitos del almacén del campo, siempre con una sonrisa.
Porque él no volvió más, no es como los difuntos de acá… Cada Día de Muertos era un día de silencio y tristeza en la casa, sin altares, tumbas coloridas ni música fuerte. “La tele con el volumen bajito, que hoy es el Día de los Muertos”, nos decían.
Lo que nadie les dijo a mis familiares vivos es que a los muertos les gusta la música fuerte… Y que al abuelo Carlos seguro le hubiese encantando ver un capítulo del Chavo del 8 con sus dos nietas chiquitas en la tele blanco y negro que teníamos en la cocina, al lado de un hogar a leña que él cargaba de fuego y donde hacíamos arroz pisingallo (palomitas de maíz), mientras mirábamos los tres juntos al genio de Chespirito.
Te debo un altar, abuelo. Y a vos también, abuela. El año que viene les prometo que les hago uno. Y lleno de vida.
Hermoso lo que escribes y como lo escribes ❤️ Me gustan tus historias y te felicito por este nuevo año de Sumario Yucatán, porque sigas platicando con nuestra gente, porque hasta los que somos de aquí, contigo seguimos aprendiendo.
Y si flaca, el año que viene no dejes de hacerles su altar.
Gracias, queridísima por los buenos deseos, te mando un abrazo y hacemos altar el año que viene…