El taco, ancestro del antojo y del festín nuestro
Domingo Sudaca
Por @laflacadelamor
Como si fueran tres tacos de barbacoa, el documental taquero que estrenó hace dos días Netflix, me duró un suspiro. Porque si hay algo que hay que aplaudirle a “Las Crónicas del Taco” es que –simple, fácil y al punto- cuenta historias que te bombardean los sentidos y te dejan con unas ganas de comer carnes exquisitas que vienen adentro de una tortilla que ni te cuento…
Antes de vivir en México nunca había comido tacos en mi vida. Sólo en el norte de Argentina se comen tortillas y tamales de maíz en sincretismo con la cultura andina y ancestral de los incas, pero tirando al centro y para abajo, nada de nada. En Buenos Aires sólo que vayas a un restaurante mexicano o que tengas amigos mexicas que vivan allí, nunca vas a comer tacos de verdad.
Bimbo empezó a comercializar hace años en mi país las tortillas de trigo –como las Tía Rosa- y allá les dicen “Rapiditas”. Son caras y muchos las usan para hacer “seudo quesadillas” o tacos de carne de res con verduras pero jamás –lean bien: JAMÁS- se parecerán a un taco mexicano. (Como un asado mexicano no le llegará nunca ni a los tobillos a un asado argentino, digamos todo).
Pero volvamos al documental de seis episodios de 20 pico de minutos cada uno que realizó Canana Films y Gloria Contente -con una dirección, fotografía, música y audio “para chuparse los dedos”-. Cada crónica te instala en el lugar, maridado con la historia y la gente que hace y come tacos. Esta locura gastronómica arranca por los de pastor, en un caminito culinario que sigue por las carnitas michoacanas, los tacos de canasta, los de asada, la barbacoa y los de guisado. Si no estás ahora como el Perro de Pavlov, con la boca hecha agua, cuando veas el documental vas a enloquecer de hambre. Es sencillamente inevitable.
En la serie, los tacos hablan. “Soy fruto del hambre y el ingenio, soy sencillo pero siempre genuino”, dice, pavoneándose, el taco de canasta. O el de barbacoa (mi preferido, lejos…) “Soy ancestro del antojo y del festín nuestro” y así todos. Y lo que mencionan de sí mismos no miente, porque si los probaste, sabes que es 100 por ciento cierto todo.
Los tacos al pastor me trasladaron a un lugar que no conozco pero que sueño con visitar pronto: La calle “Lorenzo Butorini”, que está en CDMX, camino al aeropuerto. Allí hay numerosas taquerías de pastor con hombres que con sabiduría, magia y gracia hacen del trompo un arte y sirven delicias que te dejarán babeando. Te decía que la fotografía es excelente y cada vez que la cuchilla tajea la carne y cae en cámara lenta sobre la tortilla dando saltitos que salpican con una música clásica de fondo, se te emocionan las neuronas de felicidad.
En cada episodio, un chef, editor o historiador te cuenta cuál es la historia del taco desde tiempos ancestrales y después nos hablan los que cocinan y los que comen. Pero si me preguntas qué es lo que más me llamó la atención del documental te cuento que fueron “las manos” de todos.
Podría sacarle el audio y entender todo igual cada vez que veo las manos del chef que me cuenta sobre las virtudes del cerdo cocinado en su propia grasa que hace que se confite de forma tal que las carnitas sean inolvidablemente deliciosas.
O las manos que adoban los tacos al pastor de Los Güeros con recados rojísimos, las que martillan sin cesar las charolas de cobre donde se harán las carnitas, las que sacan limpito los huesos del carnero cuando la barbacoa está lista, las que sazonan, fríen, tortean 800 tortillas por día, exprimen…
Y las otras manos, las que no cocinan… Las que disfrutan de otra forma. Las cientos de manos que ponen salsas, tiran cebollita y cilantro, gotean limón sobre las carnes para luego agarrar la tortilla (o las tortillas), juntar magistralmente los extremos, hacer como un plieguecito apretado para acomodar el interior y conducir la mano a la boca, en un efecto que, irremediablemente, los hará entrecerrar lo ojos de placer.
Mi capítulo preferido fue el de la barbacoa por varias razones: La primera es porque su cocción es debajo de la tierra y viene de los ancestros mayas. Como en un útero en brasas ardientes, en una cocción lenta y paciente, de la noche a la mañana “nace” la barbacoa: esa carne suave, que se desarma de sólo mirarla, que se retira solita del hueso (que sale limpito), que se deshace en la boca, magra, buena, como un alimento de los dioses.
El documental logra mostrar que hay “amor del bueno” desde la crianza de los carneros, hasta en la recolección del maguey, pasando por la preparación, la cocción y la ingesta. Me emociono de recordarlo nomás.
Decirles que esta sudaca se enamoró perdidamente de la gastronomía mexicana es una verdad grande como una casa. Los tacos son parte hace años de mi acervo culinario y así será por el resto de mis días. Y por eso le doy las gracias a este país, una y mil veces. Y por enseñarles a mis hijos a ampliar su paladar y disfrutar, como yo, de estas maravillas.
Me prometo firmemente antes de morir hacer un recorrido gastronómico taquero por los distintos lugares que mencionan en el documental. Mientras tantos, hoy ya comí carnitas de Tío Ranito y el fin de semana que viene iré por mi barbacoa. Hay que mantener el paladar activo mientras sale la próxima temporada de “Las Crónicas del taco”.