“Roma” me pasó de largo
Columna de Viernes Sudaca
Por @laflacadelamor
Sin temor a equivocarme, les puedo decir que no existe una sola crítica en contra de “Roma”, la última película del cineasta mexicano Alfonso Cuarón. Todas son loas y hasta parece una competencia de quién escribe más alabanzas para el “Gran Cuarón”.
Y tampoco es que mientan, ojo. Creo que sólo exageran. Porque destacan lo valioso, lo que hace que Roma sea una buena película, pero tampoco es para tanto, muchachos…
Empecemos por lo que está bien. Roma cuenta la historia de Cleo, una empleada doméstica de una familia numerosa de la Colonia Roma, en Ciudad de México. La historia transcurre de 1970 a 1971 y la ambientación es simple y llanamente excelente. Filmada en blanco y negro y con una fotografía sublime, Cuarón te zambulle de cabeza y sin respiro en esa época y también en su vida.
Porque la historia de Cleo, aunque no es textual, tiene mucho que ver con la historia de Libo, la empleada doméstica que vivió en la casa de Cuarón –en la colonia Roma- cuando él era niño. Esta película es un homenaje a Libo y así lo expresa el cineasta al terminar la película, con una dedicatoria.
Una de las cosas que más me transportaron cuando vi anoche Roma en un cine meridano repleto de gente, fueron los sonidos. Sí, ya sé, la adaptación de época es muy buena –desde los autos, los logotipos y los modos y costumbres sobre todo-, pero los sonidos me hicieron viajar en el tiempo. El afilador de cuchillos, la música de fondo, la banda de guerra desfilando por la calle, la campana del camión de la basura, el vendedor de globos o de camotes… No viví en los 70’s en la colonia Roma ni en CDMX , pero en esa época fui niña y muchos de esos sonidos son universales.
Sin duda un logro de Cuarón es la de llevarnos de viaje al recuerdo, a “sus” recuerdos en un homenaje a las mujeres de su vida. En un trabajo de introspección, el cineasta logra una labor personalísima y que llega, pero no alcanza. O por lo menos a mí no me alcanza.
Roma transcurre lenta y en ningún momento se apresura a revelar de qué se trata la historia. Uno espera –en vano, en mi caso- que algo suceda, algo que rompa la monotonía de un relato monocorde, pero eso nunca llega. Es como si, en cierta forma, estuvieras viendo un film que se quedó a mitad de camino entre documental y película. Y quizás que no esté mal que así sea, probablemente Cuarón innova en una nueva forma de contar historias, pero a mí no me alcanza.
Por momentos pasan cosas, claro, pero no movilizan. O lo hacen de forma muy efímera. Todo sigue esa línea sin sobresaltos, sin demasiadas sensaciones para el que observa.
Y no sé ustedes, pero uno paga una entrada al cine para transportarse un rato en el tiempo y el espacio y que, de paso, te pasen cosas. Y sobre todo, te dejen cosas para que te quedes pensando.
Hace 24 horas que vi Roma, seguramente nominada al Oscar como mejor película extranjera y, por qué no, ganadora en unos meses. Espero que en las próximas 24 horas Roma no se diluya totalmente adentro mío. Los recuerdos de Cuarón no se grabaron, como hacen las excelentes películas, en mi corazón. Más bien pasaron de largo.